Leí en un libro que nada aclara tanto el espíritu como una larga travesía sin una ocupación precisa, cierto es; cada semana un nuevo puerto y siempre nuevas cosas por hacer; lijar, pintar, embrear, izar velas, escuchar a algunos niños emocionados decir: ¡piratas!

Ha habido días duros sí, pero lo vivido lo compensa con creces. Me resultaría extraño ahora navegar en un barco de metal, en el que no escucho crujir la madera mientras soy mecido en mi catre; echaré de menos oír: ¡uno! ¡dos! ¡tres! Cuando nos sincronizamos para cobrar de las drizas. Un equipo trabajando al unísono, apoyándonos los unos a los otros para llegar a buen puerto. A veces eran travesías tranquilas, con el barco deslizándose plácidamente sobre las aguas; hubo otras con rayos y truenos, viento y oleaje que zarandeaban el barco en todas direcciones; pero aun así ¨surfeábamos¨ las olas con soltura.

Yo tengo vértigo, o más bien tenía; pues he subido a la cofa, caminado por los palos, recogido velas. He aprendido muchas cosas, hasta aprendí a cocinar (antes no sabía más que freír unos tristes filetes con patatas); es un constante aprendizaje y proceso de superación. A veces titubeé, pero los ánimos de mis compañeros me daban valor para llevar a cabo cualquier faena que me fuese encargada; eso es una tripulación.

Con el cielo plagado de estrellas, he navegado siguiendo a Casiopea en la jarcia de babor mientras medusas bioluminiscentes iban en la estela danzando; hubo noches solitarias y en otras a pesqueros esquivando, luego de día delfines que se acercaban a saludarnos. Me he bañado en medio del mar, seguido el rumbo con el compás, he visto en el cielo surcar una inmensa estrella fugaz. ¿Para qué más?

Antonio Pérez Montero