Por fin llegó el día. El lunes, 18 de junio partimos desde Las Palmas de Gran Canaria rumbo… ¿Málaga? A nuestra salida todavía no tenemos confirmado el puerto de llegada. En el tiempo que llevo a bordo de la Nao Santa María, poco más de dos semanas, me doy cuenta de lo imprevisible que es todo aquí. Nada es seguro, las condiciones meteorológicas pueden alterar cualquier plan. Mejor no preguntar demasiado y tirar hacia delante.

Así, sin apenas darnos cuenta ya estábamos navegando el Atlántico un grupo de trece desconocidos. La tripulación había ido llegando a Las Palmas pocos días antes de nuestra salida y solo habíamos tenido tiempo de intercambiar unas palabras entre nosotros. Al mismo tiempo parecía que llevásemos a bordo todos juntos mucho más tiempo, una sensación extraña.

El detonante que nos hizo ser conscientes de que efectivamente estábamos navegando a bordo de la Santa María fue el vaivén que nos llevaba de babor a estribor. Esto se movía. No quedaba otra, había que adaptarse al barco, había que marinarse. Caminar por cubierta era toda una aventura, mantener el equilibrio algo complicado. Pero esto no quedaba ahí, además de tener que adaptarse a este continuo movimiento se añadió una dificultad más, el más difícil todavía. La Nao requiere trabajos de mantenimiento y los llevamos a cabo durante la travesía: pintar la verga colgado de un arnés, lijar el castillo de proa, dar teca a la madera, etc. Lo que parecía imposible al principio se convirtió en algo que integramos en nuestras rutinas a bordo sin apenas ser conscientes de ello. Pasamos de intentar mantenernos en pie a subirnos al carajo sin demasiadas complicaciones.

En una primera reunión con toda la tripulación, el capitán nos distribuyó en grupos para hacer las guardias. Cada guardia teníamos dos rondas de cuatro horas cada día. A mi grupo nos tocó de 12.00 a 16.00 y de 00.00 a 04.00. Esta última guardia era la mejor, la Nao se quedaba en silencio y a oscuras y las conversaciones entre nuestra guardia se tornaban más cercanas. Quizás era debido a que en ese momento éramos más conscientes que nunca de que éramos puntos diminutos en medio de un océano enorme. La unión hace la fuerza y juntos éramos más grandes. En una de esas guardias José Luis, un jefe de máquinas ya retirado y compañero de estas guardias nocturnas me pasó uno de sus auriculares, sonaba Purple Rain.

Así fueron pasando los días, y la excitación de los primeros momentos fue dando lugar al aburrimiento, agobio o monotonía, el tiempo se dilataba. A nuestro alrededor solo había mar y nubes, en ocasiones nos visitaban los delfines y rara vez alguna ballena. Era difícil saber qué hacer con el tiempo libre que teníamos entre guardia y guardia. ¿Leer? El barco se mueve y concentrarse era complicado, ¿hacer deporte? El barco se mueve y mantener el equilibrio era duro. ¿Dormir? Sí, este balanceo tiene algo positivo, te mece de tal forma que te quedas frito sin darte cuenta.

Pero esta aparente monotonía se transformó de nuevo en el subidón de adrenalina inicial a medida que íbamos acercándonos al Estrecho de Gibraltar. Los pescadores marroquís que faenaban a nuestro alrededor se acercaban para vernos de cerca, nos saludaban. Les sorprendía ver a la Nao Santa María navegando por sus aguas. Esto nos hizo recordar que estábamos a bordo de un barco especial. Llegó la noche, a un lado África al otro Europa, sonaba Purple Rain de nuevo, estábamos cerca de nuestro destino que resultó ser Fuengirola y no Málaga como parecía a nuestra salida. Aquí nada es previsible.

José García Esteve